Su nueva capacidad de razonar es precisamente lo que le mete miedo a más de un adulto. Mientras que el niño sea de tierna edad y lo ignore casi todo, nosotros los mayores nos sentimos fuertes, validos de nuestro tamaño y facultades. Lo diminuto e indefenso del niño nos hace sentirnos importantes por contraste. Nos divierte su manera inocente de contemplar la vida porque se nos ocurre en el acto: "Ah, todo eso ya lo sabemos con claridad!" Pero a medida que los hijos dependen menos de nosotros, principian a pensar y a discurrir por sí solos.
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