Por supuesto que hay salidas. O mejor dicho, entradas y salidas de un momento vital, complejo e inevitable. Para enfrentarlo, no sirven ni los autorreproches (¿en qué fallé como madre?) ni las acusaciones (a esta chica nadie la entiende). Más positivo resulta, en todo caso, aceptar plenamente que, hagamos lo que hagamos y digamos lo que digamos, no podremos evitar que nuestra hija se rebele, se oponga a nuestros deseos e incluso nos ataque despiadadamente. Ella necesita hacerlo, para poder crecer y encontrar su propio modelo de vida, su propio "ser mujer". Y paradójicamente, cuanto más amor y cercanía existen, más furibundo surge el tironeo.
De poca utilidad resulta decir, en un rapto de furia: "¡Está bien! ¡Que se arregle sola, si eso es lo que quiere!". O escuchar en boca de la jovencita: "¡No te metas más, no te necesito!''. Ambas -madre e hija- intuyen que eso tampoco es cierto. Lo difícil de esta etapa es que las hijas todavía nos necesitan, pero sólo aceptan de nosotras un acercamiento preñado de distancia y de respeto por sus búsquedas y errores.
Querer sin asfixiar, guiar sin tiranizar, observar sin condenar, tolerar lo distinto... Estos principios de convivencia que tan difíciles resultan de aplicar en toda crianza se convierten en todo un desafío cuando los hijos llegan a la pubertad y la adolescencia. Y más difíciles aún cuando de madres e hijas se trata.
Porque ambas son como un espejo que refleja similitudes y diferencias. Si dejamos de mirar a nuestra hija buscando en ella a la bebita dócil que ya no está podremos volcar en nosotras mismas una mirada más piadosa, menos exigente, más libre. Si en vez de preguntarnos: ¿en qué fracasé? buscamos nuevos rumbos para esta etapa de nuestra vida, estaremos creando las condiciones para tener una relación más calma con nuestras hijas.
En definitiva, hay algo que sí puede ayudarnos a que "la sangre no llegue al río", y es desdramatizar estas situaciones. Y tener siempre presente que los conflictos de esta etapa son como la acné: pasan, aunque del cuidado que pongamos depende si quedarán o no cicatrices.
Algo más: también sirve retirar un poco esa mirada obsesiva que posamos sobre la conducta de nuestra hija (¿qué le pasa? ¿qué quiere? ¿por qué hace/piensa/dice esto o lo otro? ¿por qué no me lleva el apunte?) y prestar más atención a lo que nos pasa a nosotras, las madres. En la vida de cualquier mujer, ésta puede ser una etapa signada por el temor al envejecimiento y a sentirse inútiles -porque los hijos están creciendo y ya no nos requieren tanto- o, por el contrario, una oportunidad de encarar nuevos rumbos.
Suele haber más tiempo: para retomar los estudios que alguna vez se abandonaron, para intentar algún trabajo (si hasta el momento la única ocupación fue la de ama de casa), para encontrarse con las amigas, para realizar gimansia... En el camino de la maduración no todas son "pálidas", tal como diría un adolescente. Las mujeres que así lo entienden y así lo viven están tan satisfactoriamente ocupadas en desarrollar sus propias potencialidades que no tienen tanto tiempo para torturarse con los avances y retrocesos de sus hijas.
Ni víctimas ni verdugos: madres e hijas, simplemente. Y la vida que avanza incesantemente, que fluye sin que podamos detenerla. Con sus torbellinos que remueven el torrente de amor, y sus remansos de calma que nutren y enriquecen las aguas. A nadar en ellas también se aprende.
De poca utilidad resulta decir, en un rapto de furia: "¡Está bien! ¡Que se arregle sola, si eso es lo que quiere!". O escuchar en boca de la jovencita: "¡No te metas más, no te necesito!''. Ambas -madre e hija- intuyen que eso tampoco es cierto. Lo difícil de esta etapa es que las hijas todavía nos necesitan, pero sólo aceptan de nosotras un acercamiento preñado de distancia y de respeto por sus búsquedas y errores.
Querer sin asfixiar, guiar sin tiranizar, observar sin condenar, tolerar lo distinto... Estos principios de convivencia que tan difíciles resultan de aplicar en toda crianza se convierten en todo un desafío cuando los hijos llegan a la pubertad y la adolescencia. Y más difíciles aún cuando de madres e hijas se trata.
Porque ambas son como un espejo que refleja similitudes y diferencias. Si dejamos de mirar a nuestra hija buscando en ella a la bebita dócil que ya no está podremos volcar en nosotras mismas una mirada más piadosa, menos exigente, más libre. Si en vez de preguntarnos: ¿en qué fracasé? buscamos nuevos rumbos para esta etapa de nuestra vida, estaremos creando las condiciones para tener una relación más calma con nuestras hijas.
En definitiva, hay algo que sí puede ayudarnos a que "la sangre no llegue al río", y es desdramatizar estas situaciones. Y tener siempre presente que los conflictos de esta etapa son como la acné: pasan, aunque del cuidado que pongamos depende si quedarán o no cicatrices.
Algo más: también sirve retirar un poco esa mirada obsesiva que posamos sobre la conducta de nuestra hija (¿qué le pasa? ¿qué quiere? ¿por qué hace/piensa/dice esto o lo otro? ¿por qué no me lleva el apunte?) y prestar más atención a lo que nos pasa a nosotras, las madres. En la vida de cualquier mujer, ésta puede ser una etapa signada por el temor al envejecimiento y a sentirse inútiles -porque los hijos están creciendo y ya no nos requieren tanto- o, por el contrario, una oportunidad de encarar nuevos rumbos.
Suele haber más tiempo: para retomar los estudios que alguna vez se abandonaron, para intentar algún trabajo (si hasta el momento la única ocupación fue la de ama de casa), para encontrarse con las amigas, para realizar gimansia... En el camino de la maduración no todas son "pálidas", tal como diría un adolescente. Las mujeres que así lo entienden y así lo viven están tan satisfactoriamente ocupadas en desarrollar sus propias potencialidades que no tienen tanto tiempo para torturarse con los avances y retrocesos de sus hijas.
Ni víctimas ni verdugos: madres e hijas, simplemente. Y la vida que avanza incesantemente, que fluye sin que podamos detenerla. Con sus torbellinos que remueven el torrente de amor, y sus remansos de calma que nutren y enriquecen las aguas. A nadar en ellas también se aprende.